A través de las rendijas de la persiana una tenue luz anuncia que un nuevo día comienza. Amanece y sigo despierta, pero esta vez es distinto, algo está cambiando dentro de mí. Me abrigo un poco y decido salir a contemplar los primeros rayos de sol de la mañana. Cojo el mismo ascensor que tantos minutos de alegría y tantas horas de echarte de menos me dio. Subo a la planta más alta, camino por los estrechos pasillos, imaginando cuanta gente debe estar durmiendo plácidamente tras todas esas cortinas, y finalmente me enfrento al horizonte. Un azul precioso tiñe el cielo sobre nuestras cabezas y me viene a la cabeza la tan famosa frase de “no somos nada”. Los pájaros cantan sus melodías mientras yo espero con demasiada impaciencia que el sol aparezca, pero al parecer hoy no es mi día, sobran nubes en el cielo. Tras más de media hora observando cómo cada vez todo se torna más anaranjado pero la luz no aparece, decido desistir, supongo que habrá muchas más oportunidades para poder disfrutarlo. Cabizbaja, me dirijo de nuevo al ascensor, respirando un aire fresco que me quita un poquito esta pena que últimamente me sigue demasiado de cerca. Pero le doy al cielo una última oportunidad, y mis ojos se encuentran, en un punto del horizonte distinto al que había estado mirando durante tanto tiempo, con el gigante rojo. Y sonrío, sonrío por no haber desistido antes de tiempo, por ser capaz de inundarme de felicidad con cosas tan pequeñas, e inmensas a la vez. Por aprender siempre, que a veces es necesario observarlo todo desde otro ángulo, para ser capaz de divisar nuevamente lo que el futuro nos puede ofrecer.
Me he aferrado durante muchos días a lo que esperaba que tendría que ser. He derramado miles de lágrimas en vano, pues mi dolor no tiene porque ser tangible para ti, y tampoco pido que sientas lo mismo. He intentado que las cosas salieran como deberían salir, pero me he encerrado sólo en mi punto de vista, y he fracasado, como tantas otras veces. Y es que el fracaso es el primer indicio de haberlo intentado, y es por eso que no me arrepiento. Guardaré para siempre aquellos 17 minutos de vídeo que me recordarán que, durante un tiempo efímero, fuimos compañeros inseparables de alegrías y penas, conversaciones hasta altas horas de la madrugada, y peleas que me arrancaron mil y una carcajadas, que me harán vivir unos cuantos años más seguramente. Antes de envenenarlo, me quedo con aquello, con el ángel que fuiste para mí aquellos meses. Y si la vida algún día decide que merece la pena que sigamos disfrutando el uno del otro, me alegraré de poder continuar escribiendo las páginas en blanco de este libro que hoy, doy por cerrado. Gracias por haberme regalado tantos minutos de tu vida. Gracias.