Una vez más, sentada en el que empieza a ser ya mi sillón, sumergida en un libro abierto, aprendiendo sobre la vida, sonriendo al sentirme identificada con demasiadas cosas. A mi alrededor, el silencio, un silencio creado especialmente para mi, para hacer más plácida mi lectura. La tranquilidad de un domingo por la noche, tranquilidad forzada quizás, pero necesito parar el tiempo, frenar este ritmo vertiginoso, dedicar unos minutos a sentir la calma. Miro a través de la ventana, el cielo anaranjado trayendo nubes de tormenta y un rayo de repente ilumina la oscuridad. El cielo ruge. ¿Puede existir algo más perfecto que una tormenta de verano? El pelo se eriza ante la grandeza del mundo y unas palabras que me ayudan a salir del trance: “me encantan estos momentos de calma”. Inevitable no sonreír.
Salgo a la calle, grandes gotas empiezan a descender el cielo y recorren mi piel, frías, delicadas. Cuánto tiempo sin sentirme liberada, sin notar como el alma se separa del cuerpo y toda la energía puede disiparse para volver después y empujarme de nuevo a la vida. Y allí está otra vez su mirada cariñosa, que siempre consigue ver la niña que hay en mí, y no necesito mucho más que eso para ser feliz. Que nunca pierda la capacidad de disfrutar de las pequeñas cosas, de reencontrar las fuerzas cuando todo parece perdido.
"Está lloviendo, y a esta hora de la noche nadie anda por allí, pero anduvieron muchos durante muchos años, décadas, siglos, tal vez el Camino necesite respirar, descansar un poco de los muchos pasos que todos los días se arrastran por él.
Apagar la luz. Cerrar las cortinas."